NOCTURNO (1)
Entra por la ventana y deja
la noche
sus pertenencias en la cómoda:
la oscuridad, destellos, el silencio.
Con la tela de terciopelo índigo
que carga a hombros, tras el
desplegarla,
construye un cobertizo.
En lo más alto, signo de presencia,
ha colgado un farol.
No tiene nada que contar,
pero a quien quiera comprenderla
a cambio le concede
el don de lo confuso.
La pérdida de las identidades,
la abolición de líneas. Regalo
extraño con el que habitar un tiempo
que atiende solo a la otra lógica,
la que enceguece con la luz.
NOCTURNO (2)
En los cuadros nocturnos los pintores
sustituyen la luz por luces. Lienzo
que, olvidado de los matices, muestra
un continuo sin formas que salpican
aquí y allá pequeñas claridades,
lejos unas de otras, incapaces
de concebir una realidad.
Son esas luces sueltas las que dicen.
Minucias que se alzan en metáforas.
La luna, su reflejo sobre el lomo
del oleaje, una ventana, ámbar
quieto de las farolas, el vehículo
que frena antes de desaparecer.
En el cuadro que la mirada elige
para pensar, los brillos sobre el
cielo
nocturno responden las preguntas
que no sé aún que puedo formular.
NOCTURNO (3)
La noche lo ilumina.
Su terciopelo. Adagio.
El instante. Subida
la persiana. Anudados
los visillos. Respiración
alterada. La sencillez
del momento. La oscuridad
tenue sobre las sábanas,
el gris basalto de los cuerpos
entregados. Lo comprendía
la sinrazón, la estela de un cometa,
el salto de agua.
Lo decoraban los silencios.
Su azul. Aquel aroma.
Lo imperceptible en la línea del tiempo.
Lo veía la brisa,
las nubes que blanquean el cielo.
Aquel dulzor.
El gemido. Una brizna
en la pradera de la noche,
en el bosque
de la noche, en el océano
íntimo de la noche.