El silencio de la vieja iglesia
En el balcón sus cuerpos sin camisa
brillan como jarrones chinos, jóvenes
en noche de sábado, en verano,
sin saber dónde ir, sin saber cómo
vencer al tiempo. Danzan ilegibles
por el piso de los padres ausentes.
Sólo la artesanía de la hierba,
los dedos laboriosos en la palma,
les detiene un instante, luego fuman
en círculo y de nuevo lanzan tacos
bajo la luz de un farolillo rústico.
Llevan el pelo corto y se adivinan
las horas de gimnasio en vientre y hombros.
Sólo a veces con ellos hay alguna
chica, que no interrumpe la deriva.
Una noche un muchacho la descubre
tras su escondite de cortina y sombra,
al otro lado de la calle, y encara
sus ojos recatados, tan humildes
como el silencio de la vieja iglesia
donde se arrodillaba cada tarde
para pedirle a Dios un buen marido.
«Eh, tú, ven a follar aquí conmigo»,
oye, detrás de los visillos, trémula,
azorada, dolida, opaca. Muerta.
En el balcón los cuerpos sin camisa
empujan el verano hacia otro mundo.